Un par de policías armados con un teaser someten a un hombre en una calle bogotana. Se escuchan los ruegos del hombre para que cesen las descargas. Luego de trece ráfagas de electricidad, golpes, forcejeos y presiones, el hombre es trasladado a un hospital donde llega el cuerpo sin vida.
Cómo titular este hecho en un país donde la recientemente se
da la fallida firma de un acuerdo de paz, el desmoronamiento de la credibilidad
en la justicia, con un cartel de jueces corruptos o un procurador más torcido
que los casos que investiga. Cómo decirle a al país que dos policías asesinaron
a un ciudadano desarmado y sometido. Cómo hablar de progreso, familia,
educación, economía, etc. Cuando la confianza en las instituciones se parece
más a ese vecino que saludamos, pero al que nunca le pediríamos que cuidara a
nuestros hijos.
Los tombos agresores seguramente lamentarán el hecho de que
todo haya quedado grabado y ahora esté reproduciéndose ante miles de rostros de
colombianos que frente a una pantalla seguramente se aguantarán los cuatro
minutos de horror y tortura como si se tratara de un capítulo más de una
narconovela en alguna plataforma de streaming. Y digo que lo lamentan
convencido de que es lo único que lamentan. Cuántos celulares harán falta para
mostrar todos los abusos de autoridad que se dan en todos los rincones del país,
a ver si al menos, como en este lamentable caso, nos indignamos un poco más. Pero
igual no pasaría de ahí.
Y si, la verdad, antes de escribir este texto yo era uno más
que se sumaba a esa desesperanza colectiva que prefiere no creer que exista una
salida a este círculo de violencia que desde que nací en 1986, no para. “Y eso
que no vivió en la época de los narcos” dicen algunos adultos mayores de
cuarenta años. Esto sin contar la historia que puede venir de los adultos que
aún lamentan haber perdido tierras a causa de campañas bipartidistas cargadas
de violencia y destrucción.
“Estamos jodidos” es una frase que escucho muy a menudo en
diferentes ambientes, laborales, familiares, deportivos, funerales y asta
comprando un domingo en chanclas una cerveza que ayude a lidiar un poco con el
calor de esta época del año en Piedecuesta, un pueblito en el que usualmente llueve
más que el sol que deja ver.
Recientemente en estados unidos, miles de personas salieron
a las calles luego del asesinato por parte de dos policías a un ciudadano
afrodescendiente desarmado y suplicando para que se detuvieran, la diferencia
con el caso colombiano es que ellos no usaron un teaser, bastó una rodilla en
la nuca durante ocho minutos para asfixiarlo.
Cito este ejemplo porque evidencia algo tristemente evidente,
que el poder no tiene niveles y la violencia tampoco. Un crimen de primer o
tercer mundo es el mismo crimen. Esta falacia de que podremos estar mejor fuera
del país que aquí dentro es un mito que nos repetimos en la clase media y baja
para tratar de soñar con una remota esperanza de vivir el llamado sueño
americano, o inglés, australiano, canadiense, español, o donde sea que esa
imagen de caminar por la noche en un parque sin temor a que nos roben nos lleve.
Entiendo y conozco a personas que pueden testificar que se han
sentido muy bien a donde llegaron y de alguna manera han hecho allí sus vidas,
lo que me hace pensar es que en esos países no los necesitan.
El discurso de la desesperanza es el más fácil de elaborar,
razones hay de sobra, basta tomarse un tinto en la mañana con la radio
encendida para comprender que ese será otro día normal de líderes asesinados,
dineros públicos robados, exguerrilleros encorbatados, ex encorbatados
guerrilleros, jóvenes masacrados y un aparentemente inagotable etcétera. Pero eso
no es todo lo que sucede en el país. Nuestros aconteceres van más allá del
poncho de un paisa resentido o de los ferragamo de un costeño egocentrista. El verdadero
discurso de nuestro país ocurre todos los días con cada mano que se levanta
pata construir, ayudar, educar, entretener, inspirar. Este es un llamado para
aquellos que decidimos dedicarnos a contar historias, para que dejemos a
quienes cuentan las judiciales, que son la mayoría, que lo sigan haciendo. Pero
que nosotros, si usted lo está leyendo es porque lo incluye, nos dediquemos a
descubrir y/o redescubrir esas historias que nos hacen únicos, más allá de las
balas, más allá de los fusiles, más allá de las papas bomba, más allá de la
corrupción, más allá de los sueños vengativos de algunos; hay una Colombia que
nadie conoce, unas personas cuyas historias cambian comunidades, unas ideas que
podrían impactar al mundo, unos talentos escondidos, toda una cultura y una
sociedad que necesita ser registrada y narrada aun con ecos de traqueteos al fondo.
Porque tenemos que ir pensando en cómo nos veremos cuando los corruptos sean
juzgados, cuando los policías sean honorables, cuando a las cortes no les
tiemble el pulso a favor de la democracia, cuando los gobernantes trabajen por
algo más que la planta, cuando lo líderes sociales ocupen sus lugares. Si no la
imaginamos, la narramos, la soñamos, la escribimos y la mostramos, esa Colombia
posible que con seguridad usted y yo queremos va a estar tan lejos que
imaginarla se va a convertir solamente en un acto de fe, y de lo que se trata
que sea un acto de tres: tú, yo y ellos.
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